La mirada de un niño tiene una capacidad de asociación e inventiva envidiable, un talento absorbente que se impregna de todo lo que le rodea, y que forma mucha de la imaginería a la que años después recurrirá. Por desgracia, y como todo en esta vida -excepto el vino-, con el tiempo empeora, se diluye, y pasa a un segundo plano, cuando no a un tercero.
En Tarragona apenas viví 7 años. Pero fueron los más
importantes. Los recorridos que hacía
con mi familia en los numerosos paseos no entrañaban grandes distancias ni
ofrecían grandes alternativas; (Tarragona
era una ciudad pequeña entonces, como también lo es ahora, con su urbanismo
diseminado entre Sant Salvador, Bonavista o Torreforta, aglomeraciones urbanas
separadas físicamente del núcleo principal) Pero esos recorridos le parecían fascinantes a mi yo de entonces, llenos de historia.
foto de Jorge |
Era divertido adentrarse en su riquísima oferta de ruinas
romanas, especialmente en los restos del foro, que quedaba a tiro de piedra de
mi calle. O bajar hasta el espigón, coronado a medio camino por uno de los
faros más hermosos que he tenido el gusto de ver con mis propios ojos. Otras
opciones pasaban por perderse entre las callejuelas del casco viejo, sentarse
sobre los cañones que impasibles se elevan sobre la antigua muralla, o el más
básico, dejarse impregnar por el mar desde el llamado Balcó del Mediterrani.
Porque si hubo un avance respecto al urbanismo de la antigua Tarraco, es que en
los sucesivos ensanches se diseñó la ciudad por y para el mar, -al contrario que,
por ejemplo, Valencia-
Pero no todo era maravilloso. Y aunque no hay asomo de
molestia en mi recuerdo –tampoco podía compararla con otras urbes, ni poseía los necesarios elementos de juicio- Tarragona era
víctima de muchas bien llamadas “canalladas urbanísticas”. Sin ir más lejos, la
carretera Valencia – Barcelona pasaba por mí misma calle, atravesando la ciudad
a sangre y fuego, con la consiguiente contaminación acústica y atmosférica, algo
impensable hoy en día en una urbe de más de 100.000 habitantes. Decir que el
agua del grifo era “potable” sonaba más bien a broma macabra, pues los niveles
de cal eran estratosféricos. Bajo el Balcó antes mencionado, no existía la
hermosa playa que se observa hoy en día, sino más bien un vertedero
improvisado, regalo de parte de la ciudadanía aún muy alejada de la “conciencia
social”. Y lo peor de todo. El monstruo
aterrador. El gigantesco polígono industrial de la petroquímica que convertía
el aire cada dos por tres en una amalgama insoportable que se clavaba en la
pituitaria de los resignados ciudadanos. Si ya lo cantaban Els Pets... y con la
bomba de 1987, todos los tarraconenses nos vimos asaltados por nuestros peores
fantasmas, al ver en el horizonte el amenazante aspecto de una columna de fuego
iluminando la noche de aquel caluroso junio.
el mal |
18 años después, Tarragona ha cambiado… y no. Porque sus
elementos de identidad siguen intactos, el corazón de la ciudad sigue bombeando
en la misma dirección. Y ese es el gran paso que ha dado la ciudad. Ha sabido
indagar ahí donde hacía falta, a pesar de las quejas sobre la calidad
arquitectónica de las nuevas obras. Ok, no tenemos un Siza o un Gehry como en
Bilbao (tampoco un Calatrava, ciertamente) pero la ciudad aguanta bien esa
ausencia de poderosas representaciones de una arquitectura contemporánea en
alza. Por otro lado, se ha dedicado a rehabilitar su casco viejo,
adecentar sus escasos o –entonces- inexistentes parques y zonas verdes, y
administrar sus tesoros históricos como tocaba. El Mercat Central sufre ahora
una interesante y necesaria rehabilitación, y en anfiteatro romano es incluso
protagonista de recreaciones históricas con gladiadores. Ese pan y circo no
parece mala idea. Se eternizará probablemente el proyecto de más calado, el
soterramiento de las vías del tren que actualmente circulan bajo el balcón.
Pero llegará, vaya si llegará.
Mención especial a la reconstrucción del Teatre Tarragona, con
un resultado que recuerda al Bofill más trasnochado. Pero no me quejaré. Al
menos mientras no piensen en rascacielos y tonterías varias. Bastante tenemos
que sufrir con el hotel Husa Imperial Tarraco, (y lo que nos queda)
Seguramente Tarragona sea una ciudad anclada en el pasado de
una forma demasiado textual, y que, al margen de intervenciones como la de la nueva comisaría de policía, no ha practicado una apuesta consistente por la
arquitectura de nuestros tiempos (algo que Reus sí ha hecho) pero se puede
afirmar que su andadura es la correcta. Es ahora, una ciudad más viva, limpia, empapada
de todos los colores que el Mediterráneo ha vertido sobre ella durante 3000
años, y que en tres décadas ha puesto fin a muchos de sus grandes conflictos
internos. Ah, bueno, queda la petroquímica. ¿Una alternativa para el futuro
aquí?
Quién sabe. Mientras, os dejo con uno de esos recuerdos de diseñador enamorado de los planos de una ciudad, que dejó hace ya demasiados años.
* m'esborrona = me inquieta, me agobia
Me encantó esta entrada Pablo. Es increíble ver como una ciudad, siendo tan pequeños, puede quedarse grabada tan "a fuego". Creo que esas miradas de niño, aunque todo se diluye como dices, son capaces de generar algunos de los recuerdos, miedos y utopías que más nos influyen en la madurez. Recuerdo escaleras oscuras y alargadas en casas viejas de pueblo, que ahora voy y aparentemente no son nada, pero sigo mirándolas con cierta desconfianza. Calles que antes no tenían farolas y ahora sí, pero no suficientes para hacerme pasar tranquilamente por ellas... parques de atracciones que eran increíbles, ahora objetivamente son una mie*da, pero me empeño en buscar ese aire mágico que me dejaba alucinando un rato.
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