lunes, 12 de mayo de 2014

Generación postmoderna

Pablo - Barcelona




Bienvenidos a Xanadú

Es fácil sumergirse en el mundo de la arquitectura de la mano de los clásicos. No es que sea algo muy original pero sí bastante efectivo, el reiterativo y cuasi academicista discurso sobre la bondades de los pilotis, las ventanas corridas, y la amante despechada de Mies que se asaba cuando llegaba el verano en la Farnsworth.  Ni hablar de la visitas obligadas a Dessau o Notre Dame du Haut, casi como experiencia mística, peregrinación reveladora. Los más atrevidos, de vez en cuando mencionan a Ando, Meier, Baeza (por eso del producto nacional, siempre bien visto) pero por lo bajini, no sea el demonio.


Sin embargo la realidad es muy distinta, especialmente para todos aquellos que vinimos al mundo a lo largo de los 80.  Para ellos, hay una palabra que se repite una y otra vez cada vez que rememoramos nuestro primer contacto con el espacio, la entidad arquitectónica.

Postmodernismo.

Que sí, que aquello venía ya de antes, que la Casa Venturi, (Robert, eres un grande) data de 1964. Pero para el imaginario colectivo español el postmodernismo es tan ochentero como el pecho descubierto de Michael Knight o las ceras Manley.



Se armó el belén




Los del artista moderno


La teoría nos habla de las muchas limitaciones de la arquitectura moderna para “incorporar conceptos como contexto y significado” lo cual llevaba a rebuscar en el baúl de los recuerdos para meter con calzador en sus diseños todo tipo de referencias históricas o vernáculas. Sin embargo, visto lo visto, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que a muchos de los arquitectos postmodernistas les importaba tanto el entorno como la reproducción de nutrias. En lo que casi se puede calificar como una actitud a medio camino entre el punk y el muy americano Do it yourself, los postmodernistas fagocitan cualquier referencia y la hacen suya. Sin reglas y sin excusas, todo vale.  Y así lo llevan haciendo desde los ochenta, ya que, lejos de ser un movimiento de cuatro veranos, las piruetas postmodernas se reproducen como setas. Véase el Teatro municipal de Tarragona para más señas, o CC Zubiarte. Porque sí, quizás no haya nada más punk que la ironía de personificar la identidad formal de los centros comerciales de todo el mundo, con balones de playa o regaderas gigantes como principal referencia. Con un par.



Tarragona dice adiós a la modernidad



El perfecto ayuntamiento postmoderno. En Valencia, dónde si no.



Uno no puede si no sentir lástima ante la incomprensión que generan edificios como el del Nuevo ayuntamiento de Valencia, oda a toda una época, y que alimentó la imaginación de una generación falta de referencias culturales en la España post naranjito.  No es complicado remitirse a metáforas visuales como las que poblaban el que seguramente era el programa de TV más definitivamente postmodernista de todos los tiempos: El Planeta imaginario.





Al igual que ocurría en ese viaje alucinante, la forma trasciende el contenido a través del manierismo bauhausiano y una iconografía desbocada. Los prejuicios acaban de saltar por los aires en una explosión de desvergüenza y jeta.  Rob Krier lo sabía bien, aunque haya pagado el precio de ser declarado persona non grata en el País Vasco. Porque Postmodernismo es también, la negación del tiempo presente. Las alusiones al pasado suelen tener un carácter exclusivamente romántico, lo cual deja entrever un cariz entre infantil y festivo, entre despreocupado y pasado de vueltas. Ricardo Bofill, the man, sabe de eso, que se lo pregunten al hijo. Los colores pastel, los cromatismos de  videojuego de Nintendo se cuelan en la obra postmodernista como Pedro por su casa, validando la cultura pop para jolgorio del pueblo llano. La llamada Venecia española, Port Saplaya, ejemplifica el feliz matrimonio que es lo mediterráneo y lo postmoderno. Porque además, se trata de un estilo que se antoja como muy italiano, herencia de Aldo Rossi. Al igual que la Vespa o el cine de Fellini, el postmodernismo también representa una forma de ver la vida, alejada de la solemnidad y el purismo aburrido, de la severidad de la línea. Una noche de parranda con Mario Botta podría ser hasta divertida. Y eso que es suizo.



Venecia según el postmodernismo




Mario Botta. Un postmoderno.



En Terrassa, ciudad de contrastes, caos urbano y chimeneas industriales de Récord Guinness, un edificio sorprende a los viandantes cada vez que se asoman a la boca del tren, ahí en la rambla. Se trata del nuevo obispado, obra de Jan Baca. La edificación, del 2010, personifica todos los rasgos postmodernistas, y no hace si no demostrar la buena salud de un movimiento que con sus formas primigenias y anabolizadas, sigue alimentando la imaginación de las mentes en plena formación.


Testiculina en Terrassa

La familiaridad crea un extraño vínculo, al igual que la nostalgia por los equivocadamente calificados tiempos mejores. Sea como fuere, la postmodernidad hace tiempo que nos alcanzó. Cabe preguntarse qué significa que aún la tengamos rondando por las calles. A mí me provoca simpatía. Incluso si me la encuentro en Mazarrón, no digo más. 

Podría ser Mazarrón. Pero no.





Fotos:

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