domingo, 5 de febrero de 2012

Llegar y estar.

Pablo P. - Washington DC


Nunca he sido demasiado consciente de que viajo hasta una ciudad nueva cuando compro los billetes, o cierro la puerta del coche cargado de maletas. Tampoco mirando por las ventanillas del tren, o ante las sacudidas del avión al tomar tierra. Ni siquiera con la megafonía del aeropuerto o estación anunciando llegadas en un extraño idioma.

No, no es entonces.

Soy consciente sólo cuando me siento en un banco en la calle. Inspiro con fuerza: un nuevo aroma en el aire. Nuevos edificios. Nuevas gentes y automóviles. A veces, ni siquiera el cielo es el mismo. “Ahora sí” me digo. “Gracias por acogerme, nueva ciudad”

Yo crecí y fui adolescente en los bancos de mi barriada, donde los amigos nos apilábamos como si fuera en único reducto del mundo donde podíamos ser nosotros mismos. Fui un niño que los saltaba sin cesar en las ramblas de Tarragona, aquellos que recuerdo, eran de madera pintada de blanco, y patas de forja. 


foto de gonzalo





Me he enamorado en un banco, y me ha entristecido siempre que los he visto vacíos, como con una extraña sensación de desarraigo. O no verlos, sencillamente. En Washington son lo más parecido que tienen a una cama más de 500 indigentes.
Hace unos años, volviendo sobre mis pasos que, quién sabe si inconscientemente, me llevaban al parque donde fragüé mis sueños infantiles, descubrí con tristeza que no quedaba evidencia alguna de aquellos bancos. El frío hormigón, las entradas de un garaje público distorsionaban aquel recuerdo. Eso es lo que llaman ahora hacer ciudad.






Sentarse en un banco plantado en medio de eso que llamamos, “asentamiento humano” es la metáfora más sencilla y total, de la democracia urbana. Un acto de que refleja el carácter social del hombre y su innegable herencia.

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